“En España no ha habido todavía una revolución, pero puede haberla mañana. Nuestras fuerzas realmente revolucionarias (..) no son capaces de asaltar ni derribar un poder constituido, como el bolchevismo ruso tampoco pudo nunca nada contra el zarismo en pie (...). En cambio, como en el caso de Rusia, los revolucionarios españoles se sienten muy capaces de apoderarse de esa vacante de la autoridad, de esa especie de no man´s land en que queda lúgubremente convertida la zona del poder público, cuando una colectividad pierde el que poseía y se queda un cierto tiempo perpleja y como atontada buscando un sucesor.
(...)
Éstos, los revolucionarios de verdad, en España no son (como tampoco lo fueron en Rusia) los radicales, ni los radical-socialistas, ni siquiera los socialistas. ¡Qué van a ser! Cerca de cincuenta años de Restauración borbónica, con más de seis de dictadura, nos han dado una medida exacta de la capacidad revolucionaria de esos partidos españoles.
Los verdaderos revolucionarios no son los que toda su vida jugaron a la revolución, pero sin hacerla nunca, sino los que están agazapados todavía, sin nombre, un poco en todas partes: en el campo andaluz, entre las grandes masas obreras apolíticas, entre la juventud universitaria, algo también entre la dependencia mercantil.
(...)
Quedamos pues, en que no existen ni pueden existir revoluciones pacíficas; y por lo tanto, mal podemos los españoles haber inventado un imposible. El feliz caso de España, desde el 14 de abril hasta el día de hoy, consiste exclusivamente, no en haber descubierto un nuevo sistema revolucionario, sino en haber podido cambiar de régimen sin recurrir a una revolución. Y si aquí pudimos ahorrárnosla, ello fue, ni más ni menos, no por inexplicable exceso de facultades políticas, sino por una salvadora carencia de aptitudes revolucionarias.”
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Éstos, los revolucionarios de verdad, en España no son (como tampoco lo fueron en Rusia) los radicales, ni los radical-socialistas, ni siquiera los socialistas. ¡Qué van a ser! Cerca de cincuenta años de Restauración borbónica, con más de seis de dictadura, nos han dado una medida exacta de la capacidad revolucionaria de esos partidos españoles.
Los verdaderos revolucionarios no son los que toda su vida jugaron a la revolución, pero sin hacerla nunca, sino los que están agazapados todavía, sin nombre, un poco en todas partes: en el campo andaluz, entre las grandes masas obreras apolíticas, entre la juventud universitaria, algo también entre la dependencia mercantil.
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Quedamos pues, en que no existen ni pueden existir revoluciones pacíficas; y por lo tanto, mal podemos los españoles haber inventado un imposible. El feliz caso de España, desde el 14 de abril hasta el día de hoy, consiste exclusivamente, no en haber descubierto un nuevo sistema revolucionario, sino en haber podido cambiar de régimen sin recurrir a una revolución. Y si aquí pudimos ahorrárnosla, ello fue, ni más ni menos, no por inexplicable exceso de facultades políticas, sino por una salvadora carencia de aptitudes revolucionarias.”
Gaziel, La Vanguardia, 15-X-1931
“¿Cómo no ha de convertirse en una pesadilla, para los directores de un frente popular, la amenaza del fascismo, si son sus propias masas las que siembran la semilla? Nunca, en ningún país del mundo, los gobiernos dictatoriales han surgido en momentos de equilibrio y de sensatez populares. En todas partes y en todos los tiempos, las dictaduras se han producido arriba cuando hubo anarquía abajo. Mussolini nació de la infección proletaria que asaltó las fábricas del Milanesado ante la apatía de un gobierno puramente nominal. Hitler brotó de los escombros en que prácticamente se resolvían en Alemania las teorías y elucubraciones de la socialdemocracia. El fascismo no tiene de nuevo más que su nombre ocasional. Se trata de uno de los fenómenos más antiguos de la historia política, y su verdadero nombre es reacción. Fascista fue Julio Cesar. Y fascista fue Napoleón. Fascismo es, en el fondo, el bolchevismo. Cada vez que se pudre un estado social, de sus entrañas brota una dictadura férrea.
Fascismo es, en el caso de España y de Francia, la sombra fatal que proyecta sobre el suelo del país la democracia misma, cuando su descomposición interna la convierte en anarquía. Cuanto más crece la podredumbre, tanto más se agiganta el fantasma. Y la preocupación alucinada que el frente popular triunfante experimenta por el fascismo vencido, no es, por lo tanto otra cosa que el miedo de su propia sombra.”
Gaziel. La Vanguardia, 12-VI-1936
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