Los protestantes que cubren el mundo de fábricas y en ellas consumen sus vidas (productivamente, según parece), se reirán de estas gentes que sólo cultivan en su pedazo de tierra unas flores. De pie o en cuclillas, al borde del camino, ellas envueltas por su rebozos, ellos cobijados por sus anchos sombreros de paja, un ramillete de rosas o claveles en cada mano y otros de reserva en latas por tierra, aguardan, aguardan siempre.
Escasos son los coches que pasan, más escasos quizá de los necesarios para que cada uno entre los del grupo, suponiendo que le compren sus flores, pueda reunir siquiera unas pobres monedas cotidianas. Pero allá siguen, día tras día, y cuando al fin su ocasión les llega, cercan el coche sin competencia, en sus manos la hermosísima oferta, forma, color, perfume, del ramillete.
Bajo el ala del sombrero, en una de esas caras frescas que apenas han dejado de ser infantiles, qué intensidad tiene la mirada. Los labios guardan silencio, pero cuántas cosas dicen los ojos, y qué bien las dicen. ¿Comprenderían allí los industriales protestantes que la pobreza puede ser vocación orgullosa e intransigente? ¿Cómo existe gente de la que ni siquiera puede decirse que prefieren ser de los últimos, porque para ellos no hay últimos ni primeros?
Apenas compradas las flores, quisiéramos dejarlas, con las monedas, en aquellas manos. El dinero, como alivio mínimo de la necesidad; las flores, como tributo insuficiente a la dignidad de sus vidas, a la gracia de sus cuerpos, a la elocuencia de sus caras. Que la hermosura alimenta, y sin ella, como sin pan, también puede acabarse el hombre.
Luis Cernuda. Variaciones sobre tema mexicano (1949-1950)
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