viernes, octubre 09, 2009

Orgullo olímpico

En cuanto a avanzar en profundidad, toda esperanza estaba perdida. Esta ofensiva, que debía llevarnos a veinticinco kilómetros al primer avance, a arrollarlo todo, apenas si había ganado con gran dificultad algunos cientos de metros en ocho días. Era necesario que unos oficiales superiores justificasen sus funciones ante el país mediante unas líneas de comunicado que hicieran presentir la victoria. Nosotros estábamos allí sólo para respaldar esas líneas con nuestra sangre. No se trataba ya de estrategia, sino de política.

Había una cosa más que nos hacía pensar. Entre todos aquellos muertos que nos rodeaban, no se veía casi alemanes. No había equivalencia de bajas: nuestras pírricas ganancias de terreno eran mendaces, puesto que éramos los únicos en morir. Las tropas victoriosas son las que matan más, y nosotros éramos las víctimas. Esto acabó por desmoralizarnos. Desde hacía tiempo los soldados habían perdido todo convencimiento. Ahora perdían la confianza. Atancantes, digamos victoriosos, murmuraban: "Nos hacen morir tontamente".

Yo, testigo de este desorden, de esta carnicería, pensaba: decir tontamente es quedarse corto. La Revolución guillotinaba a sus generales incapaces. Era una medida excelente. Unos hombres que han instituido los tribunales de guerra, que son partidarios de una justicia sumaria, no deberían librarse de la sanción que ellos aplican a los demás. Una amenaza semejante curaría de su orgullo olímpico a esos jodidos manipuladores, les haría reflexionar sobre sí mismos. Ninguna dictadura es comparable a la suya. Niegan todo derecho de control a las naciones, a las familias, que en su ceguera, se han puesto en sus manos. Y nosotros que vemos que su grandeza es una impostura, que su poder es un peligro, si dijéramos la verdad, se nos fusilaría.

CHEVALIER, Gabriel. El miedo. Acantilado, 2009

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